LA LABOR DEL HISTORIADOR Y LA MEMORIA COLECTIVA




La labor del historiador debe ser la de demostrar ante el lector que se ha propuesto rechazar la tentación de encontrar el origen de ciertas ideas, pensamientos, valores que la sociedad defiende como suyos, que ha intentado develar que no existe la “esencia” de las cosas. Que en realidad todo pensamiento humano, toda teoría y al mismo tiempo toda acción es producto de un sin número de factores que confluyen y se apoyan, pero que también se contradicen; y que es en ese vaivén de ideologías y revoluciones que encontramos respuestas a las preguntas del presente; es en este caos donde encontramos el sentido de la acciones, del discurso y del pensamiento humano en la historia.


Es decir, la labor del historiador no es preservar la memoria, es por el contrario demostrar que el pasado ya no está ahí. Que la memoria engaña, que lo que reconocemos como pasado, en tanto somos sociedad, es en realidad una construcción que hacemos colectivamente, por medio del olvido voluntario y sistemático de lo que no queremos recordar y por el recuerdo sistemático y voluntario de datos con los que queremos construir nuestro presente y el futuro que deseamos promisorio.


Cabe la posibilidad en este sentido de la generación de múltiples pasados. Como Borges alguna vez intuyó, el futuro puede ser múltiple, pero el pasado también puede ser múltilple. En un pasado soy un estudiante de un colegio jesuita, en otro soy el chico que vende diarios, en otro soy hijo único, en otro soy huérfano, ¿cuál de todos estos es mi pasado? Lo mismo a escala nacional, ¿cuál es el pasado de Bolivia? Será el de una nación criolla que se libera de sus padres españoles para fundar una república liberal, que dicta leyes, que ansía el progreso, que no ha cortado su relación con lo europeo y que aún siente en sus venas la sangre de los conquistadores, la nación criolla que intenta con modestos recursos construir sus símbolos, su bandera tricolor, su héroe con una tea encendida. O tal vez el pasado de Bolivia es el de la nación aymara, de la nación quechua y guaraní, que sufre una invasión, que lucha pero sucumbe y es dominada; que aprende a sobrevivir, que asimila todo lo que puede serle útil, aprende el uso del fúsil, de los cañones; que domina la técnica y la tecnología, que se organiza, que socava el poder estatal, que acumula capital, que crea la wiphala y con una fuerza cada vez creciente, construye su proyecto nacional en una lucha por la hegemonía. ¿Cuál de estas versiones del pasado es la correcta? ¿Hay alguna opción más? tal vez hay muchas opciones más, tal vez las posibilidades son infinitas.
Los historiadores generamos memoria colectiva, al mismo tiempo que recuperamos memoria colectiva. La memoria traza un dibujo del pasado, un dibujo que es venerado por la sociedad, que pretende que sea eterno, ese dibujo se hace monumentos de piedra. El historiador debe demostrar que en esa monumentalidad que plantea la memoria colectiva está el origen de su propia ruina que, en esos objetos de anticuario, está la mancha de su propia herrumbre que la deshace. Como dice Foucault hablando de Nietzsche, detrás de esas máscaras no hay nadie. Ese dibujo lineal bidimensional, sólo se entiende visto desde la perspectiva adecuada, de lo contrario no significa nada. Esos monumentos están huecos, esos objetos se deshacen en polvo si los queremos aprehender. Quiere decir que todo ello ha sido construido, es una armazón articulada de varias ideas, deseos, proyectos; no es una aparición rotunda desde un lugar absoluto, como descargada desde el cielo, como la definición judía de Dios “Dios es el que es”. Esta memoria colectiva pretende ser como la idea judía de Dios y la labor del historiador no es encontrar una esencia absoluta que supuestamente estaría allí, como dice Foucault, es más bien mostrarnos los planos de cómo se ha construido ese monumento, mostrarnos los andamios de la lenta y muchas veces sufrida construcción de la memoria colectiva.


Esa memoria no se construyó desde la plácida contemplación de la historia del que descansa y tiene tiempo para reflexionar sobre el pasado. La memoria colectiva se construye en medio de la angustia de una urgencia por ganar el sentido común de la época, del apremio del que debe conquistar el poder, el control del Estado, debe desafiar los poderes económicos, y sabe que para lograr el apoyo de sus conciudadanos debe entregar una garantía de que el objetivo no es personal ni de grupo, que es por el contrario un objetivo comunitario, superlativo y nacional. Debe por tanto crear, lo más pronto posible: la comunidad imaginada, la nación nueva, que identifique a todos, que los empuje a luchar. Es en este terreno que se levanta la memoria colectiva. Los historiadores debemos ser conscientes de estas posibilidades y de los múltiples destinos a que nos podemos ver llamados cuando nos dispongamos a escribir la historia.

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